A los 7 años yo era un terremoto,
un niño de los que si hubiese vivido en la actualidad estaría diagnosticado de
TDAH y anestesiado a base de Ritalín en vena. Por suerte aquellos eran otros
tiempos y algo con un nombre como TDAH estaba más cerca de ser un androide de
la guerra de las galaxias que un trastorno. Y por suerte también, tuve la
inmensa fortuna de dar con una serie de profesores que supieron “enderezar” mi
comportamiento. Sus recetas fueron dos cualidades relativamente sencillas:
paciencia y empatía. Dos cualidades que, por desgracia, parecen haber ido
mermando no solo en el gremio de la educación sino en toda la sociedad.
Todo esto viene a cuento porque
me acabo de enterar que uno de esos profesores de mi infancia acaba de
fallecer. Se trata de la señorita Isabel, que fue profesora mía en primero y
segundo de EGB y que, a pesar del tiempo pasado desde entonces, jamás he olvidado
(como creo que le ocurre al 99% de alumnos suyos)
Es curioso. A veces no somos
conscientes de la importancia que han tenido determinadas personas en nuestra
vida. Somos tan estúpidos que a veces tienen que ocurrir cosas tan trágicas
como la muerte de alguien para pararnos a reflexionar la importancia que
tuvieron determinadas personas en nuestras vidas. Desde que me enterado de la
terrible noticia no he parado de pensar en que mi vida, mi forma de ser, mi
personalidad actual no hubiese sido la misma si por mi vida no hubiesen pasado
personas como la señorita Isabel o Don Domingo. Ahora que la educación pública
está siendo víctima de ataques brutales, ahora que el trabajo de los profesores
es puesto en entredicho casi diariamente, ahora que ser profesor es casi una
profesión de riesgo, ahora es el momento de que todos recordemos a aquellos
profesores (o maestros, que es una palabra, creo, mucho más bonita) que
resultaron fundamentales en nuestra vida muchas veces sin que seamos
conscientes de ello.
Estoy casi seguro que la familia
de la señorita Isabel no va a leer esto, pero aun así me gustaría decirles lo
muchísimo que siento su pérdida y agradecerles (tarde, es cierto, como tantas
veces nos pasa) lo mucho que me enseñó, lo mucho que me ayudo, lo importante
que resultaron aquellos dos años en mi vida. Y cuando pase todo el dolor (que
siempre pasa, que el tiempo es, casi siempre, la mejor cura) recuerden que como
yo, hay cientos de niños que se convirtieron en buenas personas por ella. Y eso
es mucho más de lo que podemos decir la mayoría de las personas.