martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZAS. Capítulo I - En lo que dura un café o la chica del abrigo rojo


En lo que dura un café te dio tiempo a ponerme la vida del revés.

Llegaste con aquel abrigo rojo que tanto me gustaba y el pelo peinado como Marlene Dietrich. Fumabas Marlboro light convulsivamente, lanzando volutas de humo azulado a las baldosas ennegrecidas de aquella cafetería perdida del centro de Madrid.

Nerviosa, removías frenéticamente el café hasta que se desbordó por los lados y el platito de debajo quedó inundado. Los ojos se te aguaron y a punto estuviste de echarte a llorar por la pequeña debacle de la inundación, con un barquillo naufrago que se iba deshaciendo sin remisión.

Yo ya sabía lo que pasaba. Lo supe desde que te vi cruzar la calle, pensativa, con tu pelo de diva de los años cuarenta alborotado por el viento frío de noviembre. Lo supe cuando no te quitaste el abrigo para sentarse, cuando me diste un beso ligerísimo en la mejilla, cuando clavaste los ojos en la mesa y no los levantabas. Lo supe de inmediato. Y quise mantener la calma y que no se notase el crack que me hacían algunas cosas por dentro. Quise decirte que no te preocupases, que son cosas que pasan. Quise decirte por favor no llores y no te preocupes que yo estaré bien. Quise estar a tu altura, actuar como un galán de cine, con frialdad, fingiendo saber que hay muchas más chicas y muchos más abrigos rojos y peluquerías buenísimas que te hacen el peinado que quieras.

Quise hacer todo eso y no pude, porque en lo que dura un café me volví a enamorar de ti. Fue cuando te retiraste un mechón de pelo de los ojos. Ese gesto que tan bien conocía, un gesto que haces cuando estas nerviosa o algo te preocupa. Hasta hace nada, tras ese gesto yo te abrazaba y te decía tonterías al oído para verte reír. Te daba besos en el cuello, te hacía olvidar todas las tribulaciones. Pero aquel día no. Te vi apartarte el pelo de la cara y supe que era yo la preocupación, que era por mí por quien estabas nerviosa. Más que por mí, por lo que me ibas a decir. Que todo se acababa, que habías conocido a otro, que lo sentías muchísimo, que seguíamos siendo amigos… que, que, que y el mechón revoltoso jugando a taparte los ojos una y otra vez.

Luego te fuiste y se me quedo frío mi café y pedí otro más y cuando el camarero iba hacía la cafetera le dije no, mejor póngame un whisky con hielo, cualquier whisky, porque quería estar a la altura, a tu altura. Ser sofisticado, elegante, vestir bien. Quería una ruptura de película para una relación de película. Ser un tipo duro y solitario que bebe para olvidar a una chica que no le convenía pero de la que estaba perdidamente enamorado. Y eché un trago del líquido marrón y vomité encima de la mesa y el camarero me miró con reprobación y saco una fregona despeluchada. Salí de allí mareado y caminé durante toda la tarde por calles llenas de gente con prisa y coches que hacían sonar sus bocinas con estruendo. Porque no hay ni siquiera una maldita playa en esta ciudad a la que ir a llorar mientras las olas rompen con violencia y lanzar piedrecitas inocentes contra la espuma del mar. Y ya de noche llegué a casa y cené en silencio y mi madre me miraba con preocupación y mi padre miraba con preocupación un partido de fútbol. Y fue entonces, con las natillas caseras de mi madre frente a mí, cuando me di cuenta de todo y exploté en llanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario