lunes, 10 de enero de 2011

El placer de escribir


Decía Fresán acerca de Roberto Bolaño en un documental sobre el escritor chileno, que una de las cosas que más le sorprendía es que cuando hablaba con escritores jóvenes sobre los libros de Bolaño estos solían resaltar que leerlos les daba ganas de escribir. Eso es algo que, al menos a mí, me ha pasado. A los que tenemos el gusanillo de la literatura, leer Los Detectives Salvajes convierte el gusanillo en una tenia de veinte metros. Hay escritores, libros, historias que tienen esa cualidad. Y hay otros libros en los que se puede apreciar, con total precisión, el placer que sintió su autor al escribirlos. El libro que acabo de leer, Todo es silencio, es un claro ejemplo de esto último.

Realmente me acerqué a esta novela de Manuel Rivas por la trama. Cuando se presentó la novela leí en varios sitios que trataba sobre el narcotráfico gallego. El tema me llamó la atención y apunté el título en la lista de futuribles.

¿Qué esperaba? No sé exactamente. Algo así como El poder del Perro pero en las rías baixas. Un Toni Soprano con acento gallego, que en vez de atiborrarse de comida italiana lo hiciese de percebes. Violencia con denominación de origen. Un ritmo trepidante. En definitiva, un thriller hiperacelerado de esos que nos venden desde EE. UU. empaquetados como un video clip hecho por un enfermo de Parkinson. Más o menos eso era lo que esperaba. Pero no he encontrado nada de eso.

El ritmo es pausado. Bueno, más que pausado es oscilante, adaptándose perfectamente a la trama: acelerando donde hay que acelerar y amainando cuando tiene que hacerlo. La trama es sencilla, incluso simple. Una historia mil veces contada y mil veces oída, pero que sigue funcionando. Como ese chiste que siempre cuentas en las fiestas y que todo el mundo sigue riendo con ganas. Como esa anécdota infalible que hay que narrar entre el tercer y el cuarto gin tonics para llevarte a la rubia del escote. Simples pero infalibles. Los personajes son también arquetípicos, pero están bien construidos. Destaca, para mí, el personaje del Mariscal. El viejo jefe, vestido de pariente rico que ha hecho las américas con fortuna. Aunque me espantan bastante los latinajos que suelta con cierta frecuencia (más por culpa mía que por culpa suya: traumas del BUP), me encanta el aura de misterio. Los trajes blancos, los sombreros panamá, las frases que no dejan lugar a la réplica. Me lo imagino con bigote, un bigote de esos apenas esbozados, una pelusilla elegante encima del labio, como de otro siglo. El resto de personajes también tienen su encanto: Brinco, Fins Malpica, Leda. Y Chelín. No me acordaba de Chelín. Chelín el hijo del zahorí, el bufón del grupo, el tonto al que se le consiente porque hace gracia. El que acaba metido hasta las trancas en todo: en la droga y en el narco. Viviendo las dos caras del negocio: la buena y la mejor. Porque es un yonki que quiere serlo. Él lo dice: hago esto porque me sienta bien. Sus monólogos en la Escuela de los Indianos mientras se prepara la dosis es de lo mejor de la novela.

Así que tenemos una historia ya contada y unos personajes mil veces vistos. ¿Para qué leer la novela entonces? Por el placer de leer. Porque Rivas escribe por el placer de escribir. Al final la historia es una simple excusa para escribir. La trama deja de ser lo más importante y las palabras, las simples palabras, cobran todo el protagonismo. El detalle cobra importancia. El mar guía el ritmo de la lectura (“Todo lo bueno viene del mar”) Cada palabra parece elegida con minuciosidad, como si la novela realmente fuese un puzle gigante en el que cada pieza debe ir en su sitio (¿y no son así todas las novelas? Es decir, muchas veces da la impresión que los libros, todos los libros, hace tiempo que están escritos y que lo único que hay que hacer es encontrar las palabras y ponerlas en el lugar adecuado para que se dejen ver. Puzles invisibles y puñeteros, eso son los libros) Y lo milagroso es que Rivas ha conseguido encajar todas las piezas. No hay ni una sola palabra fuera de lugar. Ninguna coma sobra, ningún diálogo, ningún signo de exclamación. Todo en su sitio.

A veces el oficio de escritor es como el del arqueólogo. Buscar y buscar. Palabras y huesos. Y cuando encuentras lo que estás buscando, sacar un cepillito pequeño y cepillar para eliminar los restos que puedan dificultar el análisis. No todos los escritores son capaces de sacar el cepillito. Muchos colocan el hueso cubierto del polvo de cien siglos y, claro, el texto se llena de suciedad y el lector lo único que hace es toser y toser. Otros cepillan tanto que al final llegan al tuétano del hueso y éste pierde todo el valor. El verdadero oficio, lo que se gana con los años y con el talento, es cepillar lo justo y necesario. Ni mucho ni poco. Dejar el hueso en perfecto estado para que al encontrar el siguiente encaje perfectamente. Y al final, cuando ya no quedan más huesos, poder alejarte y ver el majestuoso esqueleto de un Tiranosaurio Rex erguido en toda su plenitud.

No hay comentarios:

Publicar un comentario